domingo, 15 de agosto de 2010

Dueños de computadoras, con cerrazón mental
Por: Jairo Cala Otero / Periodista educador – Conferenciante

-¿Por qué los adultos dicen que el mundo se volvió una aldea?- preguntó la niña a su papá, antes de pedirle que le ayudara a investigar por qué muchos humanos no asimilan, ni aceptan todavía, que todo ha cambiado, menos ellos.
El hombre cerró el libro que leía, para responder.
-El mundo es una aldea - hija - porque desde que el hombre ha sabido hacer uso inteligente del poder interior que el Todopoderoso le concedió sin límites, ha podido reducir a su mínima expresión sus dificultades; ha simplificado los medios de que dispone para comunicarse; y se ha acercado a lugares insospechados, que ni siquiera ha visitado, para establecer relaciones de todo tipo con otras personas a las que, generalmente, tampoco conoce.
La niña pareció quedar confundida con la respuesta, por lo que atinó a preguntar de nuevo:
-¿Eso qué quiere decir, papá?
-Quiere decir, hijita, que ya no hay obstáculos para penetrar en aquellos lugares que antes estaban vedados para cualquier persona; significa que todo está reducido a maniobrar un teclado y un ratón (“mouse”) para conectarse con el resto del mundo, en menos tiempo del que necesita un gallo para cantar. Los mensajes vuelan a velocidades maravillosas; también las respuestas a esos mensajes, pero no todos tienen la cortesía de emitirlas. Grandes negocios se mueven por ese prodigioso medio de comunicación en línea, y se capitalizan enormes sumas de dinero. Pero todavía existen millones de tercos que no dan crédito a semejante esplendor.
-¿Eso que me está contando me sirve para hacer la tarea?
-Claro que sí; es la tarea misma. Sigamos. A pesar de existir tan trascendental mecanismo de comunicación, que todo lo reduce a un mínimo esfuerzo y todo lo acerca a nuestras manos, todavía hay humanos que viven en las cavernas. Bueno, no literalmente. Es una manera de decir para significar que están quedados mentalmente del proceso de celeridad tecnológica. Tienen una computadora en su casa u oficina, pero se resisten a darle adecuado uso. Algunos apenas la emplean para escribir cartas, como lo hacían en las máquinas manuales diseñadas para tal oficio. Otros se resisten a abrir una cuenta de correo electrónico porque dizque ¡les resulta costoso!; pero ese es un servicio gratuito y ellos no se han dado cuenta. Unos más tienen buzón electrónico para recibir mensajes, pero creen que ese buzón debe funcionar como los antiguos apartados aéreos, que eran unas cajuelas metálicas que una empresa de correo tradicional arrendaba a los interesados proveyéndoles de una llavecita para que las abrieran cada vez que iban en busca de correspondencia, algunas veces de remitentes clandestinos. Por tal razón mantenían en secreto el apartado aéreo. Esos se niegan a aceptar que desde cualquier parte del mundo les pueden llegar muchos mensajes; se asustan con tal avance, y lo único que se les ocurre es enviar notas -a veces agresivas- pidiendo explicaciones de por qué les escriben si ellos no conocen a los remitentes. Como si para abrirse al mundo fuese necesario conocer a todos y cada uno de los más de 6.500 millones de seres que poblamos este planeta. Así son los cerrados de mente, hija.


-¿Y por qué razón no quieren entender que el mundo es una aldea?-, preguntó de nuevo la niña.
-Por su cerrazón mental, hijita. Ellos conciben el mundo como un universo imposible de conquistar, aunque ya ha sido conquistado por muchísimos otros humanos. Están ajustados a sus anacrónicos esquemas de pensamiento, según los cuales nada es posible; así se imponen limitaciones, y con su reducida forma de concebir su mundo y el de los demás, se amargan la vida y amargan las de otros, incluidos aquellos a quienes dicen amar. Para responder a la pregunta específica de su tarea, hija, esas personas no aceptan que todo ha cambiado porque fueron criadas con mentiras y otros lastres. En su cabeza les introdujeron prohibiciones, temores absurdos, amenazas veladas y desveladas, teorías idiotizantes y aseveraciones lapidarias. Todo eso les arruinó la existencia, aunque tengan presencia física sobre la superficie de este planeta azul. Por estas y muchas otras razones, que ocuparían mucho espacio en su cuaderno, hija, es que todavía hay millares de humanos que no quieren entender que el mundo se volvió un pañuelo... ¡lleno de mucosidad, para ellos! Pero, en cambio, es un pañuelo límpido y de bolsillo para muchos otros millones que tenemos mentalidad abierta al universo para que el Gran Hacedor nos la corone de gloria, por cumplir su mandato de conquistar el mundo y todo lo que él contiene.

lunes, 21 de junio de 2010

El "pasaporte" para obtener un contrato con el Estado


Por Jairo Cala Otero / Conferencista – Instructor en redacción y expresión oral

Los colombianos sabemos que detrás de muchos contratos celebrados con el Estado se esconden maniobras sucias. No en todos, claro. Pero la mayoría es caldo de cultivo para la corrupción. Ese modo de prestar un servicio o ejecutar una obra por particulares, a instancias de entidades públicas, se entronizó como el culmen de la corruptela: chanchullos, entuertos, torcidos… No es nada nuevo, por supuesto. “Todos lo saben”, es la expresión común. Pero casi nadie pone al descubierto a los corrompidos. Ni a los que pagan por pecar, ni a los que pecan por pagar. Porque tan podrido de conciencia es el empleado público que recibe coima de un contrato, como el contratista que, para ganarse su adjudicación, la concede. A ambos, además de corruptos, les cabe el apelativo de apátridas, puesto que es con el dinero de los impuestos recaudados entre el pueblo que se hacen los turbios movimientos administrativos para saquear las arcas del erario.
No obstante esta perogrullada, valga hacer aquí una sinopsis del procedimiento torcido de los ilegales y saqueadores de los impuestos:
La primera diligencia (“vuelta” la llaman ellos) es conectarse con un politicastro (“Político inhábil, rastrero, mal intencionado, que actúa con fines y medios turbios”: DRAE). El aspirante al contrato le cuenta de sus aspiraciones respecto de la obra o el servicio. Él no lleva, generalmente, la impronta de una sana intención en materia de calidad; lo que importa es aprovechar los recursos económicos del Estado, aunque sea haciendo algo mediocre, de pésima calidad y duración, por unas sumas escandalosas. Aquél, el político de alma gangrenada, advierte que su “vuelta” genera honorarios (Léase “mordida”). Generalmente oscila entre el 15% y el 25% del valor total del contrato. Como el contratista aspira a exprimir al tesoro público, ese porcentaje lo incluye en el presupuesto de aquello que ejecutará (obra o servicio).

Viene, luego, la conexión del “genio” de los votos electoreros con un funcionario; generalmente es quien tiene facultades para ordenar la contratación. Éste posa de moralista, es un buen actor; simula ser puritano, pero en silencio va desarrollando el “libreto” que, en estos asuntos, ya todos conocen y se han aprendido de memoria. Cuando el contratista lo encara, tras la llamada telefónica que le ha hecho el politicastro, se muestra cerrero en el trato, al comienzo. Sólo al comienzo. Porque basta que el aspirante al contrato le manifieste su disposición de despojarse de unos “chivitos” (Léase billetes), para que se vuelva dócil, gentil, diligente, acucioso, amable, solícito; actitudes que jamás le verá “Juan Pueblo”, que es quien paga los impuestos.
Acordada la “mordida” –no inferior al 10% del valor del contrato- el servidor público, que se convierte en servidor del contratista (atiende a varios, además), se encarga de “mover los papeles”, llenar los formularios que han sido diseñados por unos técnicos “geniales” para que no haya chanchullos, y de tener al tanto de todo el proceso al contratista. Por el camino, aquél desvergonzado pide anticipo de su comisión dolosa. Debe dársele en efectivo, no quiere dejar evidencias que le puedan complicar las palpitaciones de su corazón ante cualquier órgano de “control” (Procuraduría, Personería y Contraloría), o hasta la Fiscalía General de la Nación. Curioso: los funcionarios de todos esos organismos también conocen los pasos que dan los corrompidos, pero se vuelven sordos, ciegos y mudos.
Consumado el contubernio (Entiéndase maridaje o concubinato delictivo) entre el contratista y “la flecha” –como llaman al funcionario de conciencia podrida- lo demás es picho (Léase fácil). En realidad, sí es picho, podrido, putrefacto. El contrato “se adjudica a como dé lugar, ¿entiende?” (Sic).
Y cuando está en ejecución, curiosamente, el adjudicador tiene una calamidad doméstica: enferma un hijo suyo o su mujer; “es gravísimo”, dice. O le notifican de un cobro judicial. “Pero no tengo la plata, manito. ¿Me comprende?”. Ninguna de tales argumentaciones es diferente a los anuncios que hacía el pastorcito mentiroso. El contratista se ve forzado “por compromiso moral” (?) a darle otra dosis de dinero. Y como este desembolso le produce un descuadre en sus cálculos sobre la millonaria suma que quiere ganarse, acude a la figura jurídica del reajuste de valores. Después de una eficientísima “vuelta” -otra más- que hace el “mordedor”, los papeles legales están en orden; y se produce el reajuste en el valor del jugoso contrato.
Al final de las cuentas resulta:

1. Una obra leonina, mal ejecutada, sin garantía alguna, que los “interventores” no ven. También se vuelven ciegos. ¡Qué curioso!
2. Un contratista risueño, feliz, empalagado y ahíto de haber “coronado” (Léase robado) al erario.
3. Un empleado público, ficha de un politiquero que trata de aparentar decencia y honestidad, sin lograrlo, que se ufana de haberse hecho a “un billete largo”, gracias a su sucia conducta.
4. Un culebrero electoral (le llaman político, pero no le alcanza el adjetivo) “complacido de haberte ayudado, mi doctor. Cuando vuelvas a necesitar de mis servicios, no dudes en llamarme”.
5. Un erario asaltado por algunos bandidos enquistados en las entidades públicas.
6. Unos electores ingenuos y burlados (Léase monigotes), y usados como idiotas útiles para que el politicastro siga su carrera de enriquecerse fácil e inmediatamente.
7. Unas autoridades inocuas, con funcionarios temerosos de cumplir su deber de desenmascarar a los rufianes. “Es para no meternos en problemas”, según dice su cómplice sentencia.
8. Un régimen “democrático” de papel, puesto que el pueblo no tiene arte ni parte en el control y vigilancia sobre estos saqueos al tesoro público.
Luego de conocer estos procedimientos deshonestos, que socavan la dignidad del pueblo colombiano y, de paso, nos dan una deshonrosa calificación de “Colombianos corruptos e hijueputas”, concluimos que muchos buenos ciudadanos no contratan con el Gobierno porque rehúsan manchar su conciencia con el estiércol que, silvestremente, rueda de escritorio en escritorio, en algunas instituciones públicas.
Un dinero conseguido con fraude se vuelve maldito: hoy puede hacer sonreír a quienes lo reciben, pero mañana se transfigurará en factor de ruina para ellos, sus familias y su país. Aunque, lo sabemos, éste último nada les importa.
Entonces, es preferible dormir sin sobresaltos, no que de pronto lo hagan dormir eternamente, por este tipo de asaltos. La historia colombiana ya tiene registro de funcionarios, en unos casos; y de contratistas, en otros, que hoy duermen con una lápida encima. ¡Santo cielo!




miércoles, 2 de junio de 2010


El “Doctor Comicios”, un arrasador de esperanzas
Por Jairo Cala Otero / Periodista - Conferenciante

Teodoro busca en una caneca de basura algo de comer. No encuentra sino desechos inservibles, y el hambre lo acosa sin cesar.

En una covacha, levantada sobre una colina, con el peligro de irse al abismo, Sinforosa, mujer de piel cetrina y arrugada por las angustias de cada día, se afana porque no tiene nada para cocinar y darles a sus cinco hijos, todos desnutridos y ojerosos.

Pedro, un mecánico industrial, no tiene empleo. Va todos los días a un café del centro con la esperanza de que alguien le indique dónde podrán necesitar sus servicios. Está desconsolado, casi llegando a la línea invisible, pero azotadora, del desespero. Los días pasan implacablemente, no consigue nada.

Ana Sixta, terminó su bachillerato. Quiere estudiar arquitectura, pero sus padres carecen de recursos económicos para pagar su costosa carrera. No quiere estar vagando, pero una amiga suya le aconseja que, mientras tanto, venda su órgano sexual a los hombres. Se convierte fácilmente en prostituta a domicilio, y allí se queda embolatada la arquitectura. Lo único que logra construir es una vida miserable y ruin.

Y más allá, están otros miles de colombianos, en similares circunstancias. Todos tienen un denominador común: están desarraigados de las oportunidades para su sobrevivencia digna. Apenas tienen esperanza, porque ya están perdiendo la fe. Han creído en todo, y les han creído a todos. Han escuchado discursos retóricos, llenos de anuncios: que se acabará el desempleo, que la pobreza será un pasaje en la historia de Colombia, que los colegios y universidades formarán a los mejores ciudadanos del mañana, que no habrá más niños que aguanten hambre y sed, que….que…que… ¡La maldita lista de anuncios no termina desde hace 160 años! Todos esos compatriotas saben perfectamente quiénes son los villanos que la construyeron.

Pero aún así, cada cuatro años, otra vez obnubilados por la retórica del manzanillismo de plaza pública, ellos y muchos otros, por ignorancia y debilidad de carácter, vuelven a caer en las redes del engaño, la mentira, la trampa. Corren detrás de quien ondea una banderola desteñida y maloliente, por los pútridos actos que sus representantes ha cometido por siempre en los fueros del Estado.
Les ha prometido lo inimaginable. Les ha regalado camisetas, gorras, autoadhesivos con propaganda, un pedazo de carne de res, lleno de sebo; dos papas frías y mal cocinadas; unos tragos de aguardiente para que se embrutezcan y no puedan pensar en la brutalidad que están cometiendo; les promete pagarles las facturas del agua o la luz, que están vencidas; les prometió conseguirles empleo, ¡qué dicha, por fin van a salir de la olla!; también les anunció hacerles adjudicar el cupo en el colegio para los chinos menores y el de la universidad para la muchacha que ya terminó la secundaria. ¡Qué “buena papa”, el doctor, no joda! Pero si no votan por el doctor Comicios, entonces, perderán el subsidio de la esperanza que el actual Gobierno les da. O les cerrarán las puertas de las instituciones educativas. ¡Este señor sí cambiará todo, hijuemadre!

Las filas son largas. Ya están depositando los tarjetones marcados sobre la foto y el nombre del promesero. ¡Ahora sí hay futuro! Todos creen lo mismo. Están pletóricos, seguros, más esperanzados que antes. Parecen anestesiados para la gran “operación” de cambio total. Lo que no saben es que el “cirujano” no es el más erudito. Pero ellos siguen creyendo en un cambio. Muchos fueron llevados como se llevan las reses hasta el matadero: en camiones, apilados unos con otros, soportando calor, respirando los fluidos salidos, accidental o intencionalmente, de algún ano flojo. Les cambian sus nombres, ahora los llaman “votos amarrados”. Y ellos admiten la nueva identidad.

A su nombre, sin preguntárselo porque no les importa nada, el promesero y sus caciques de 160 años sucediéndose cada cuatro años, unos a otros, el poder político del país, ya han negociado cómo manejarán las arcas del Estado. No les interesa más. Sólo el multimillonario presupuesto nacional, que se construye con el dinero de todos los honestos. Lo festinan, lo adjudican a dedo: a usted le damos tanto, a usted tanto más, a fulano le toca un pucho, a mengano le adjudicamos esto o aquello…
Los de la fila electoral lo saben, pero se hacen los pingos. Ya tienen las promesas, el aguardiente, el pedacito de carne y las dos papas… ¡Para qué más!
Luego, los atorrantes regresan por el mismo medio: en el camión de las vacas, con la misma caca en sus narices; y la misma suerte de estiércol rondando en sus días por venir. Se han tragado, otra vez, el mismo cuento desabrido de siempre. Eso sí: llevan el afiche con la cara del doctor Comicios, para ponerlo en una pared de la cocina. Servirá para recordar que el pelmazo ese les prometió rescatarlos de tanta hambre y sed que han aguantado durante tantos años.
La patria, ¡que se joda! Nada importa. Ella es “custodiada” por las minorías de vividores, pillos, sabandijas, ladrones, chanchulleros…A ellos les fue confiada, ese día en las urnas, por esa turba de malos para pensar y fáciles de engañar. Esa custodia funciona al revés: el doctor Comicios no duerme casi, está vigilante de que otros no controlen sus pecaminosos actos. Pero Comicios es más ágil que todos juntos. Se da sus mañas, y roba sin cesar. Les muestra el dedo del corazón levantado y los demás encogidos a todos los manipulados ese domingo; a esos que marcaron con delicadeza en su rostro de caco con corbata, y dejaron allí lo único que les quedaba: la esperanza.
Otros millones de colombianos no participaron para cambiar el rumbo porque el país no les importa. Durante cuatro años armaron un coro de quejosos, porque el doctor Comicios es un desastre. Ya es tarde. ¡No quisieron tomar partido para cambiar al doctor Comicios y sus tiranos!
Después, y todos los días del después, no hubo cambio para los de abajo. Esos anónimos, militantes del ejército de “demócratas” de Colombia, siguieron sintiendo hambre y sed; no tuvieron empleo; vagaron de colegio en colegio en busca de cupo para sus hijos; tuvieron que pagar nuevos impuestos para que allá arriba, don Comicios y sus secuaces, los metan a sus bolsillos, sin ninguna vergüenza. ¡Triunfó, otra vez, la corrupción; la fetidez de la politiquería y sus doctrinarios practicantes obtuvieron el apoyo de los manipulables!
**

miércoles, 19 de mayo de 2010

Descortesía humana en la era de las comunicaciones





Por: Jairo Cala Otero / Periodista - Conferenciante

¡Qué paradójico! A mayor revolución industrial y tecnológica -que ha generado más y mejores medios para que la humanidad se comunique eficazmente- menor es el desarrollo del género humano. Tantos aparatos versátiles y fascinantes que deslumbran; y tantos sistemas de interrelación vivencial no han servido para sacar del atraso cultural a muchas personas. Se han vuelto más frías y menos humanas en sus relaciones con sus semejantes.
Tantos programas televisados y radiales sin mucho contenido, como no sea el del interés comercial y mercantilista que entrañan; y tantos medios computarizados que proporcionan soluciones rápidas, con mínimos empeños personales, lo que han hecho es atrofiar los cerebros humanos; y, de paso, convertir a mucha gente en una especie de "humanoides sociales", retraídos de la calidez necesaria a la hora de relacionarse mutuamente.
Lo dicho significa que mientras por un lado aparecen más y más instrumentos tecnológicos, para facilitar al ser humano sus desempeños laborales y sociales, por otro, ese mismo ser humano se abandona, se deja llevar por el aluvión del retroceso; y se encamina aceleradamente hacia las cavernas del ostracismo social. Una versión modernizada de Pitecántropos de Java; o del hombre de Neanderthal está en crecimiento ahora, en este mismo momento. ¡Qué amenaza, sin duda, para el planeta Tierra!
Basta referir lo que hoy acontece, por ejemplo, con la correspondencia. No sólo el manual de buenos modales quedó en el bote de la basura; también quedaron allí, como natural consecuencia, el respeto y la consideración que las personas tienen granjeados por el mero hecho de ser distintas a los animales, por ser racionales. Aunque, dicho sea de paso, muchas actitudes humanas lo que menos tienen es eso: racionalidad.
Un simple mensaje escrito a un destinatario que posee un buzón electrónico pasa como si no se hubiese recibido por la actitud descortés y hosca del tutor de la cuenta electrónica en Internet. Tal desdén constituye una falta de respeto con quien se ha tomado tiempo y ánimo para escribir el mensaje. Porque, aunque nadie está obligado a consentir o aprobar todo lo que alguien escriba, cuando menos sí está social y culturalmente llamado a dar contestación al mensaje; no importa que la respuesta pudiese ser, eventualmente, negativa; o ir en contravía del sentido del mensaje que da origen a la comunicación. Brilla, por sustracción de buena crianza, la falta de empatía, valor humano tan fundamental a la hora de comunicarnos con los demás. Si no se quiere padecer ese silencio grosero cuando nos toque enviar algún mensaje a alguien lo racional e inteligente es no aplicárselo a nadie.
Propongo al lector -sin que ello signifique que lo considere grosero- unos recursos lingüísticos para no dejar sin respuesta la correspondencia que reciba:
1.- Si el mensaje es personal:

* Gracias por escribirme. Tengo en alto aprecio su tiempo (y luego escriba sus demás sentimientos).

* Disculpas por tardar en responderle. Me alegró su nota sobre... (Anote las demás ideas de su iniciativa).

* Mi saludo cordial. Aunque me parece plausible lo que me plantea lamento mucho no poder corresponder a ello; tengo razones personales para apartarme… (Citarlas, si quiere).

* Saludo. Había extrañado sus mensajes. Gracias por romper el silencio; me agrada que usted me escriba (Etcétera, de su propia "cosecha mental").

NOTA: Estos, que son sólo unos probables modelos, pueden ayudar a no pasar por personas incultas y deslucidas, cuando se deja de responder cualquier mensaje, por simple que nos parezca.

2. Si el mensaje es empresarial:

*Acusamos recibo de su nota. Gracias por tenernos en cuenta. Expresamos a usted que... (Lo que desean manifestar).

* Con alborozo recibimos su información acerca de... Le comunicamos que ella nos ha llamado la atención; la vamos a evaluar y, posteriormente, nos comunicaremos de nuevo con usted (Este anuncio debe cumplirse; de lo contrario, la imagen que se deje será la de mentirosos).
* Leímos con atención su mensaje. Aunque, en principio, nos gusta su iniciativa (u otro asunto de que se trate) no estamos interesados, por el momento, en su aplicación en nuestra empresa.

* Considerando los términos de su último mensaje, le rogamos explicarnos detalladamente los motivos de su reclamación (Para casos, por ejemplo, en que el remitente plantea discordia o muestra enfado por algún asunto).

En fin, muchos otros ejemplos podría yo citar. Pero por consideración con usted (para que no se fatigue), basta sólo agregar que en ellos se refleja que no es difícil ser cortés, comedido, culto, atento con nuestros semejantes.
La excusa facilista y mentirosa de "es que no me queda tiempo para contestar mensajes", sólo dice que no se planifica el tiempo; por eso se ven corriendo y, de paso, dejando la imagen personal ¡al nivel de las alcantarillas!
El silencio adrede, en época de la revolución de las comunicaciones no tiene ninguna justificación; sólo es el espejo que muestra una mala crianza. Y ésta puede ser reencauzada hasta llegar a producir verdaderos seres humanos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Si una amistad se aleja, déjela ir



Por Jairo Cala Otero / Conferenciante – Consejero motivador

Las amistades nacen de repente y desaparecen también de repente. No hay convencionalismos para lo uno y lo otro. Aunque causa más sorpresa que suceda lo último.
Generalmente no estamos preparados para el rompimiento de una amistad. En verdad, para ningún rompimiento lo estamos. Por tal razón quedé perplejo frente a la reacción insólita de alguien a quien hoy puedo calificar como ex amigo. No es enemigo, naturalmente. Se alejó por su cuenta, renunció a nuestra amistad mutua, sin más argumentación valedera que su voluntad.
Es una persona que celebraba mi generosa amistad, expresaba orgullo porque yo fuese su amigo. Yo le prodigaba confianza y fortuitos favores, y le orientaba en el empleo correcto del español; le obsequiaba un trato comedido, respetuoso y caballeroso. No bajé nunca mi gallardía, ni mi intención de ayudarle a superar el gamberrismo y la soberbia que le caracterizan. Valga decir que por ellos sus semejantes de oficio lo rechazan y le manifiestan resquemores. Pero todo eso junto perdió abruptamente valor para aquel ex amigo.
Fue durante una partida de bolos, el día consagrado a San José obrero. Habíamos hecho harto ejercicio durante cinco horas consecutivas. El juego transcurría en medio de un ambiente alegre y divertido, como muchas otras veces había sucedido.
De repente –yo no lo podía creer- el hombre tiró al piso su bola y detuvo radicalmente el juego. Las órbitas de sus ojos destellaron una especie de fuego. Y echó a parlamentar con dedo acusador. Como si se hubiese despertado un león herido dentro de su ser, levantó la voz para protestar porque yo me agachaba para recoger mi bola de juego segundos antes de que él hiciera su lanzamiento. Había perdido su propio control. Yo me mantenía callado, pero al cabo de un par de minutos argüí que no había suficiente motivo para armar una batalla. ¡Pero, según insistía, era grave, enorme indelicadeza, una osadía muy censurable lo que yo hacía! Eso dijo repetidamente. Yo quedé atónito. No concebía –como no concibo todavía- que una trivialidad como aquella diera pie a semejante reacción agresiva.
Otro jugador que compartía también el mismo set reviró para hacerle notar a mi ex amigo que aquello no justificaba su enardecimiento. Pero todo fue inútil. Al contrario, terminó enganchado en una acalorada discusión con el energúmeno; y también cargó con insultos y amenazas de pérdida de la amistad. Por último, el “león” se marchó atropelladamente del lugar de juego, no sin antes enrostrarnos la bebida que había aportado en el pasado, por su propia voluntad, no porque nadie se lo impusiera.
Como cuando un niño se enfada, toma el balón que ha prestado para el juego y se va furioso, el ex amigo se marchó encolerizado, casi echaba chispas. Parecía llevar a Satanás como conductor, pues supimos después que se subió a su carro y manejó como si tuviera la intención de matarse o de matar a quien se le atravesara. Había muerto así, repentinamente, una amistad. Aunque la causa fue la más absurda que yo haya conocido.
¿Para qué cuento este pasaje? Para indicar que estoy agradecido con la vida. Aquel episodio debía suceder ese día. Porque no hay casualidades, sino causalidades. Todo viene a nosotros en el momento en que debe llegar; no antes, ni después. Ese día terminó ese ciclo, me proporcionó una lección (la de aprender a escoger mis amistades, quizás) y me facilitó la capacidad de reflexionar acerca de que no se le debe hacer oposición a nada que nos llegue de repente. Es una forma que tiene el universo de enseñarnos cómo evolucionar.
Hoy me dicen otros amigos que al alejarse aquel ex amigo me liberó de un karma: el de soportar sus bravuconadas, su lenguaje soez, su prepotencia, su irrespeto hacia los demás, su intención de aventajar a otros pasando por encima de su dignidad… Sí, siento que así fue.
Cuando las personas no han tenido una mínima formación humanística, así será su desempeño siempre; aunque hayan coronado seis décadas de vida o más. Será inútil tratar de enderezar sus pasos –aunque se les dé buen ejemplo- puesto que su “disco duro” ya no tiene forma alguna de “formatearse”, de reprogramarse. No admiten cambio alguno. Menos cuando se han llenado de ufanía, aunque no tengan méritos; sólo aprovechamiento de oportunidades nunca trabajadas a conciencia.
Desde aquel incidente infantil, protagonizado por un hombre entrado en edad madura, pero sin madurar, gané en tranquilidad y en sosiego. Ya no tengo razones para abochornarme ante otros seres humanos, porque ya no está quien insultaba a los conductores porque sí y porque no; ya no siento vergüenza ajena por su atrevimiento y desfachatez. Quise ayudar a cambiar esa tipología de conducta pero el universo, que es muchísimo más inteligente que todos los terrícolas, decidió poner un argumento baladí en aquella testa inmadura, y lo quitó de mi campo de energía. Ahora ese campo lo tengo libre para otros menesteres.
Lo que nos ocurra debe admitirse, aunque en ocasiones nos sorprenda; y aunque sea lo que menos esperábamos. Al aceptar los hechos maduramos, crecemos, evolucionamos. Pasamos la página y avanzamos a otro terreno, donde muy seguramente otras circunstancias más halagadoras nos sorprenderán, para bien nuestro. Entonces es cuando cobra majestad la expresión de Violeta Parra, en la canción interpretada por Mercedes Sosa: ¡Gracias a la vida, que me ha dado tanto!

sábado, 24 de abril de 2010

Opiniones cargadas de metralla y dinamita


Por Jairo Cala Otero / Conferenciante


Muy de mañana leo las noticias de los periódicos, y las escucho en los noticiarios radiales. En los primeros exploro, además, el pensamiento de mis compatriotas a instancias de los foros virtuales. Allí encuentro que la agresividad es el común denominador. Mucha gente escribe presa de furia: insulta, agrede, ofende, discrepa con improperios, pero no aporta un ápice de análisis sobre los temas; hay renuncia al uso de la inteligencia, que es consustancial a todo ser humano. (Distinto es que muchos no la despierten).


Por esas ventanas de opinión libre - tan excesivamente libre que se vuelve libertinaje – se “asoman” los gamberros, los rufianes, los díscolos. Sus apuntes, amén de ser pésimamente escritos pues acusan desorden, faltas de ortografía y mala construcción gramatical, los retratan de cuerpo entero. Esa patente indica que son personas resentidas, que llevan un fardo muy pesado sobre su mente; quizás frustraciones que nunca han tenido un bálsamo de consuelo, quizás sueños embolatados, o envidias acumuladas sobre los triunfos de otros congéneres. Y, en general, un vacío abismal de educación.


Es inaudito que para opinar distinto a los demás se acuda a las palabras lacerantes y ofensivas, inclusive a los vocablos soeces; nada justifica, de modo alguno, su cabida en esos escritos emborronados. Pero está pasando todos los días. Lo más grave: ese “bombardeo” de desmesura, rustiquez y patanería, cuenta con la venia de los editores de las páginas virtuales de los periódicos de circulación nacional, y de los dos canales de televisión. No filtran los comentarios, que sería un modo de supeditar a quienes quieran intervenir a usar un lenguaje moderado, sereno, respetuoso y civilizado. Habrá quienes aleguen que eso sería coartar el derecho ciudadano a expresarse. No del todo, porque libre expresión no significa libre agresión contra los otros. ¿Entonces dónde quedan los derechos de éstos últimos, y el respeto que merecen los demás lectores?


Ese cuadro desalentador refleja, sin duda alguna, lo que nos está pasando a los colombianos: sufrimos de pésima salud mental. Nos sobrecoge un ánimo pendenciero por doquier, por cualquier razón, aún la más baladí. Desde que el Sol despunta para calentar nuestro cuerpo (parece que también la mente, pero no es su culpa) hasta que la Luna nos irradia su inspiradora luz blanquecina, nos atropellamos unos contra otros. Nos trabamos en discusiones bizantinas, nos mofamos del otro por la misma razón que también nosotros hacemos el ridículo; criticamos sin compasión alguna al prójimo, sin detenernos unos segundos a recapacitar en los mismos errores –o peores- que llevamos arrastrando por el planeta desde temprana edad; calumniamos como si se tratara de un deporte nacional en busca de reconocimiento mundial; descalificamos en forma arbitraria, pero seguramente en el subconsciente padecemos el mismo mal que los descalificados; gritamos sin cesar, como si todos los demás seres que nos rodean fuesen sordos (Hasta escribiendo se grita cuando se escriben textos enteros con mayúsculas sostenidas). ¡Esta sociedad está enferma! Más enferma –y creo no exagerar- que quienes portan fusiles en sus manos y los usan contra la sociedad. Al fin de cuentas, ese uso es eventual. En cambio, en las ciudades, donde dizque vivimos los “civilizados”, a diario disparamos los “fusiles verbales”, que hieren, y, a veces, matan las ilusiones y los sentimientos de otros; esos otros, en muchos casos son aquellos a quienes eufemísticamente llamamos “seres queridos”. ¡Qué manera de querer, por Dios!


En contraste, buscando otros perfiles para este tipo de publicaciones virtuales, encontré una página de un periódico de Filadelfia, Estados Unidos, que advierte sobre las condiciones que deben tenerse antes de publicar una opinión. Veamos:
“Decálogo del comentarista responsable de pontealdia.com:


“El derecho Constitucional nuestro y de nuestros lectores a la libre expresión es irrenunciable. No obstante, son inadmisibles los comentarios que contengan:


1. Lenguaje vulgar, obsceno u ofensivo
2. Ataques personales
3. Mensajes que inciten a la violencia
4. Textos amenazantes
5. Acusaciones sin fundamento (calumnias)
6. Retórica de odio
7. Comentarios racistas, sexistas o contra las minorías
8. Publicidad
9. Basura
10. Gritos (SÓLO MAYÚSCULAS)”.

Pero además encontré otra página que tuvo que cerrar esa ventana por donde los lectores “vomitaban” porquerías. Se trata de Talcual.com


Dice:


“Estimado lector: La restricción de los comentarios en el portal se debió a la presencia constante de mensajes anónimos que ofendían y degradaban a ciudadanos y determinadas organizaciones políticas del país. Lamentamos esta situación que sólo afecta la libre discusión de las ideas, y resulta contraria al espíritu que anima a TalCual como medio de información y de opinión. Esperamos sea de su comprensión”.


¿Qué tal? Muy distinto a lo que nos toca leer en Colombia, ¿no? Y ocurre porque, como dije antes, los editores de esas publicaciones nacionales en el ciberespacio no han regulado las opiniones de los lectores. Libertad es un asunto y es derecho inquebrantable; pero lo otro es libertinaje, es ruin y, por ende, censurable.
Mientras a las opiniones se les meta metralla y dinamita seguiremos siendo un país de agresivos y violentos, sin causa distinta que la de no comulgar con el pensamiento de los demás. Eso nos pone muy mal en términos de civilización. Sólo con educación una sociedad podrá transformar sus pilares fundamentales y encaminarse hacia su integral desarrollo.



***

miércoles, 14 de abril de 2010

Mendigar: una empresa fácil con patrocinio generoso


Por: Jairo Cala Otero / Periodista - Conferenciante



Es domingo. He llegado pasado el mediodía a Girón, villa histórica de Santander. Aún no se siente la presencia del grueso de turistas, que acuden para cobijarse un rato con la mantilla de calor que campea en el área; y a recorrer aquella postal detenida mágicamente en el tiempo.


Vago por una de sus calles empedradas, la que conduce de la Basílica Menor del Señor de los Milagros (atiborrada de devotos en demanda de consuelo a sus males terrenales) hasta el puente sobre el Río de Oro, río que, en un aguacero diluviano, el 12 de febrero de 2005, se salió de madre y causó una espantosa tragedia. Esa tragedia todavía aletea, con sus vestigios de amargura y dolor, en las mentes de quienes sobreviven teniendo el firmamento por techo.


No he ido por algún motivo especial. Llevo desprevención total; voy abierto a todo y a nada, sin planificar mis pasos. Camino unos cien metros desde el templo y me introduzco en un pequeño negocio, sobre el costado izquierdo. Se ve sano en todo sentido. El ambiente es plácido. Su sobria decoración refleja el buen gusto de sus dueños.


Me siento y pido una cerveza. A los tres sorbos, encuentro, sin sospecharlo, el tema para ésta crónica: un hombre corpulento, de apariencia joven y, por sus rasgos físicos, gozoso de estupenda salud, ingresa al establecimiento. Por un instante creí que llevaba la misma intención: beber una cerveza para calmar la sed, que nace apurada por el calor de aquel principio de la tarde dominical. Me equivoco, sin embargo. El hombre, que lleva un morral viejo a la espalda, comienza un ritual: pone voz lastimera e implora, mesa por mesa, la caridad que, en términos de dinero, puedan concederle los demás visitantes del local.


Miro al administrador, un joven de unos 30 años, de cabello rubio y ojos azulados; y rápidamente regreso mi mirada al pordiosero, que ya ha recibido dos donaciones. El dueño parece decirme algo con su mirada, pero no capto el mensaje. El visitante llega a mi mesa, le soslayo su "embestida" con una negativa silente dada con mi mano izquierda. Sale del negocio y se encamina hacia el sur. El administrador vuelve a dirigirme su mirada y me pregunta si me sirve otra cerveza; parecía interesado en pretextar así para decirme: "¡Qué tal el hombrecito: lleno de salud y pidiendo limosna!".


Escuché esa frase como una queja, una queja que horas más tarde yo habría de encontrar muy justa y diciente. Trae la segunda cerveza y se retira. Como no le hago la continuidad verbal a su manifestación, se olvida del asunto; y se dedica a otros quehaceres detrás del mostrador, donde su mujer le galantea cada vez que no hay que moverse a servir más cerveza en las otras mesas. Una mezcla de buena atención al cliente con fugaces demostraciones, en público, de que ambos arden de lujuria por dentro, es lo que ofrecen.


Decido, entonces, seguir mi ronda sin plan. Pago el valor de las dos cervezas, y me voy por la misma ruta que tomó aquel mendigo. En los alrededores del malecón le veo de nuevo. Sigue en su tarea. Unos depositan monedas en sus manos; otros, ni atención le conceden. Doy dos rodeos más por aquella zona, luego de perderlo de vista. Al cabo de cinco horas, la tarde está declinando. El sol, que antes se empeñaba en mojar de sudor las ropas de los cientos de paseantes, que ya han llenado las calles empedradas de la villa, ahora languidece; ya sólo descarga un tímido haz de luz sobre el poblado, mientras en las casas y negocios empiezan a encenderse las primera bombillas.


Voy de regreso al lugar donde antes estuve; lo hago como autómata en vez de ir en sentido contrario, para encontrar el transporte. Pero ese retroceso en la ruta a la postre favorecería la concepción de este relato. No bien he traspasado el umbral del negocio donde ya estuve y ¡oh, sorpresa!: el hombre del viejo morral a la espalda está otra vez allí. Ya no pide que le eviten la "molestia" de trabajar. Ahora está parado ante un enorme enfriador, tiene una cerveza a su lado izquierdo; y está haciendo arqueo general. Cuenta con asombrosa rapidez, un promontorio de monedas, que ha arrojado desde el morral sobre el refrigerador. Mientras las organiza en rimeros, por denominación (las de 500 pesos en uno; las de 200 y las de 100 pesos, en otros) yo me siento a la única mesa que queda libre. Ya estaba resuelto por mi parte: haría de ese episodio una narración.

Es en este momento que comprendo la queja del rubio que atiende el negocio. "Ya veo, el hombrecito tiene un negocio lucrativo con la caridad cristiana", digo para mí, sin abrir los labios. A cada sorbo que doy a la botella, yo le "socorro" una mirada al "contabilista" del refrigerador. Por el hábil movimiento de sus manos para ordenar las monedas deduzco que es ducho en esa tarea. Deducción sencilla que compruebo ahora, cuando el hombre da el último sorbo a su cerveza, y dice al administrador, ya no con la voz que inspira compasión ni con la mirada triste de hace 5 horas: "¡Son $ 52.000, mono!". Luce rebosante de alegría, el milagroso de Girón le ha disipado la postura actora con que logró conmover a sus benefactores. "No rengo trabajo, soy padre de 5 niños que no han comido nada hoy; una ayudita, por favor", había dicho en su pregón, para pescar dinero. Es el pregón de muchos de sus colegas.

"¿Tanto?", dice como sorprendido -pero en broma- el muchacho dueño de la lonchería. "Si quiere cuéntela, patrón", responde el pordiosero "profesional", y se retira un par de pasos del enfriador. Está seguro, quiere impactar con el manejo de su psicología empírica. El rubio ya lo conoce. Sólo cuenta, apuntando con el dedo índice de su mano derecha, sobre cada grupo de monedas, ateniéndose a los valores que el mendigo les ha determinado.

"¡Correcto!", sentencia y se mueve hasta la caja registradora. Retorna raudo hasta aquel "menesteroso" con un billete de $ 50.000 y otro de $ 2.000, y se los entrega. Al ver el billete grande, aquel se queja: "Huy, hermano, deme más sencillo; con ese billete me mata".

Mi mente se entromete aquí, justo en este momento. "Ya quisiera yo que, diariamente, la vida me 'matara' de tal manera, sin tener que trabajar", me digo. El hombre, que tanta lástima despertó en sus donantes, que seguramente sufren ceguera mental pues no se percataron de las completas facultades físicas y psicológicas de su amparado, sale ahora del local tras haber conquistado otro propósito: que el 'mono' le cambiara aquel billetico grande por dos de veinte mil y uno de diez mil pesos.

El dueño de la lonchería, donde curiosamente nadie ha comprado nada distinto a cerveza y cigarrillos, pero se denomina lonchería, me dirige, otra vez, la palabra. Su protesta social tiene ahora más sustentación: "Así es siempre. Hoy le fue regular, y eso que es domingo. ¿Ya hizo cuentas del sueldazo que ese hijueputa se pone, al mes? Y no paga impuestos de industria y comercio; ni tiene que registrarse en la Cámara de Comercio como yo, ni tiene horario… ¿Se fijó en el tiempo que gastó recogiendo esa platica? ¡Ni siquiera lo de una jornada laboral!".

Yo, atónito, pero no extrañado porque sé que hay otros que son más descarados que el falso menesteroso de hoy; que se les tiene en gran consideración y se hacen llamar "Padres de la patria", apenas asentí a todo lo dicho, con una cabezada.

Ahora que caigo en la cuenta, me llevo una mano al bolsillo donde guardo mi dinero. Sólo me quedan dos billetes, me percato de que suman mucho menos que lo que aquel hombre se ha llevado fácilmente, y, entonces, decido marcharme. No vaya a ser que pase una vergüenza si no me alcanza mi caudal para pagar mi segundo consumo.

Ya en el transporte, cómodamente sentado, de regreso a Bucaramanga, deduzco sin mucho esfuerzo, lo que sé que también usted está pensando: la inmensa mayoría de quienes pregonan padecimientos por falta –supuesta falta- de dinero, viven muchísimo mejor que cualquier empleado de cualquiera de las empresas colombianas. Éstos sólo se ganan míseros $ 17.000 diarios, por 8 horas de laboriosidad; y no les alcanza para cubrir todas sus, cada día más crecientes, necesidades.

Mañana y todos los demás días, el pordiosero de Girón, figura emblemática de los facilistas de mi país, volverá a las calles con su pregón lastimero; un pregón actuado sobre una inexistente calamidad, que logra conmover la fibra emocionales de muchos incautos, convencidos de que son solidarios con alguien que aguanta hambre, sed, desnudez e intemperie. A lo mejor, donde sea que resida, ese tipo no tiene nadita más para comer sino huevos, pollos, pescados, panes, tortas, bizcochos, ensaladas, frutas, verduras…; y nadita más para beber sino jugos, malteadas, café, chocolate, vinos, wisky…Como en la fábula de la pobre viejecita, de Rafael Pombo.

La empresa de lo fácil, del nulo esfuerzo, está creciendo vertiginosamente; y lo seguirá haciendo mientras haya quienes la patrocinen con sus donaciones. Entretanto, en los ancianatos y guarderías el hambre, la sed y la desnudez acechan, diariamente, a sus habitantes. A ellos ni el "papá-gobierno" les socorre la mirada que merecen por sus reales condiciones de minusvalía social.