miércoles, 19 de mayo de 2010

Descortesía humana en la era de las comunicaciones





Por: Jairo Cala Otero / Periodista - Conferenciante

¡Qué paradójico! A mayor revolución industrial y tecnológica -que ha generado más y mejores medios para que la humanidad se comunique eficazmente- menor es el desarrollo del género humano. Tantos aparatos versátiles y fascinantes que deslumbran; y tantos sistemas de interrelación vivencial no han servido para sacar del atraso cultural a muchas personas. Se han vuelto más frías y menos humanas en sus relaciones con sus semejantes.
Tantos programas televisados y radiales sin mucho contenido, como no sea el del interés comercial y mercantilista que entrañan; y tantos medios computarizados que proporcionan soluciones rápidas, con mínimos empeños personales, lo que han hecho es atrofiar los cerebros humanos; y, de paso, convertir a mucha gente en una especie de "humanoides sociales", retraídos de la calidez necesaria a la hora de relacionarse mutuamente.
Lo dicho significa que mientras por un lado aparecen más y más instrumentos tecnológicos, para facilitar al ser humano sus desempeños laborales y sociales, por otro, ese mismo ser humano se abandona, se deja llevar por el aluvión del retroceso; y se encamina aceleradamente hacia las cavernas del ostracismo social. Una versión modernizada de Pitecántropos de Java; o del hombre de Neanderthal está en crecimiento ahora, en este mismo momento. ¡Qué amenaza, sin duda, para el planeta Tierra!
Basta referir lo que hoy acontece, por ejemplo, con la correspondencia. No sólo el manual de buenos modales quedó en el bote de la basura; también quedaron allí, como natural consecuencia, el respeto y la consideración que las personas tienen granjeados por el mero hecho de ser distintas a los animales, por ser racionales. Aunque, dicho sea de paso, muchas actitudes humanas lo que menos tienen es eso: racionalidad.
Un simple mensaje escrito a un destinatario que posee un buzón electrónico pasa como si no se hubiese recibido por la actitud descortés y hosca del tutor de la cuenta electrónica en Internet. Tal desdén constituye una falta de respeto con quien se ha tomado tiempo y ánimo para escribir el mensaje. Porque, aunque nadie está obligado a consentir o aprobar todo lo que alguien escriba, cuando menos sí está social y culturalmente llamado a dar contestación al mensaje; no importa que la respuesta pudiese ser, eventualmente, negativa; o ir en contravía del sentido del mensaje que da origen a la comunicación. Brilla, por sustracción de buena crianza, la falta de empatía, valor humano tan fundamental a la hora de comunicarnos con los demás. Si no se quiere padecer ese silencio grosero cuando nos toque enviar algún mensaje a alguien lo racional e inteligente es no aplicárselo a nadie.
Propongo al lector -sin que ello signifique que lo considere grosero- unos recursos lingüísticos para no dejar sin respuesta la correspondencia que reciba:
1.- Si el mensaje es personal:

* Gracias por escribirme. Tengo en alto aprecio su tiempo (y luego escriba sus demás sentimientos).

* Disculpas por tardar en responderle. Me alegró su nota sobre... (Anote las demás ideas de su iniciativa).

* Mi saludo cordial. Aunque me parece plausible lo que me plantea lamento mucho no poder corresponder a ello; tengo razones personales para apartarme… (Citarlas, si quiere).

* Saludo. Había extrañado sus mensajes. Gracias por romper el silencio; me agrada que usted me escriba (Etcétera, de su propia "cosecha mental").

NOTA: Estos, que son sólo unos probables modelos, pueden ayudar a no pasar por personas incultas y deslucidas, cuando se deja de responder cualquier mensaje, por simple que nos parezca.

2. Si el mensaje es empresarial:

*Acusamos recibo de su nota. Gracias por tenernos en cuenta. Expresamos a usted que... (Lo que desean manifestar).

* Con alborozo recibimos su información acerca de... Le comunicamos que ella nos ha llamado la atención; la vamos a evaluar y, posteriormente, nos comunicaremos de nuevo con usted (Este anuncio debe cumplirse; de lo contrario, la imagen que se deje será la de mentirosos).
* Leímos con atención su mensaje. Aunque, en principio, nos gusta su iniciativa (u otro asunto de que se trate) no estamos interesados, por el momento, en su aplicación en nuestra empresa.

* Considerando los términos de su último mensaje, le rogamos explicarnos detalladamente los motivos de su reclamación (Para casos, por ejemplo, en que el remitente plantea discordia o muestra enfado por algún asunto).

En fin, muchos otros ejemplos podría yo citar. Pero por consideración con usted (para que no se fatigue), basta sólo agregar que en ellos se refleja que no es difícil ser cortés, comedido, culto, atento con nuestros semejantes.
La excusa facilista y mentirosa de "es que no me queda tiempo para contestar mensajes", sólo dice que no se planifica el tiempo; por eso se ven corriendo y, de paso, dejando la imagen personal ¡al nivel de las alcantarillas!
El silencio adrede, en época de la revolución de las comunicaciones no tiene ninguna justificación; sólo es el espejo que muestra una mala crianza. Y ésta puede ser reencauzada hasta llegar a producir verdaderos seres humanos.

viernes, 7 de mayo de 2010

Si una amistad se aleja, déjela ir



Por Jairo Cala Otero / Conferenciante – Consejero motivador

Las amistades nacen de repente y desaparecen también de repente. No hay convencionalismos para lo uno y lo otro. Aunque causa más sorpresa que suceda lo último.
Generalmente no estamos preparados para el rompimiento de una amistad. En verdad, para ningún rompimiento lo estamos. Por tal razón quedé perplejo frente a la reacción insólita de alguien a quien hoy puedo calificar como ex amigo. No es enemigo, naturalmente. Se alejó por su cuenta, renunció a nuestra amistad mutua, sin más argumentación valedera que su voluntad.
Es una persona que celebraba mi generosa amistad, expresaba orgullo porque yo fuese su amigo. Yo le prodigaba confianza y fortuitos favores, y le orientaba en el empleo correcto del español; le obsequiaba un trato comedido, respetuoso y caballeroso. No bajé nunca mi gallardía, ni mi intención de ayudarle a superar el gamberrismo y la soberbia que le caracterizan. Valga decir que por ellos sus semejantes de oficio lo rechazan y le manifiestan resquemores. Pero todo eso junto perdió abruptamente valor para aquel ex amigo.
Fue durante una partida de bolos, el día consagrado a San José obrero. Habíamos hecho harto ejercicio durante cinco horas consecutivas. El juego transcurría en medio de un ambiente alegre y divertido, como muchas otras veces había sucedido.
De repente –yo no lo podía creer- el hombre tiró al piso su bola y detuvo radicalmente el juego. Las órbitas de sus ojos destellaron una especie de fuego. Y echó a parlamentar con dedo acusador. Como si se hubiese despertado un león herido dentro de su ser, levantó la voz para protestar porque yo me agachaba para recoger mi bola de juego segundos antes de que él hiciera su lanzamiento. Había perdido su propio control. Yo me mantenía callado, pero al cabo de un par de minutos argüí que no había suficiente motivo para armar una batalla. ¡Pero, según insistía, era grave, enorme indelicadeza, una osadía muy censurable lo que yo hacía! Eso dijo repetidamente. Yo quedé atónito. No concebía –como no concibo todavía- que una trivialidad como aquella diera pie a semejante reacción agresiva.
Otro jugador que compartía también el mismo set reviró para hacerle notar a mi ex amigo que aquello no justificaba su enardecimiento. Pero todo fue inútil. Al contrario, terminó enganchado en una acalorada discusión con el energúmeno; y también cargó con insultos y amenazas de pérdida de la amistad. Por último, el “león” se marchó atropelladamente del lugar de juego, no sin antes enrostrarnos la bebida que había aportado en el pasado, por su propia voluntad, no porque nadie se lo impusiera.
Como cuando un niño se enfada, toma el balón que ha prestado para el juego y se va furioso, el ex amigo se marchó encolerizado, casi echaba chispas. Parecía llevar a Satanás como conductor, pues supimos después que se subió a su carro y manejó como si tuviera la intención de matarse o de matar a quien se le atravesara. Había muerto así, repentinamente, una amistad. Aunque la causa fue la más absurda que yo haya conocido.
¿Para qué cuento este pasaje? Para indicar que estoy agradecido con la vida. Aquel episodio debía suceder ese día. Porque no hay casualidades, sino causalidades. Todo viene a nosotros en el momento en que debe llegar; no antes, ni después. Ese día terminó ese ciclo, me proporcionó una lección (la de aprender a escoger mis amistades, quizás) y me facilitó la capacidad de reflexionar acerca de que no se le debe hacer oposición a nada que nos llegue de repente. Es una forma que tiene el universo de enseñarnos cómo evolucionar.
Hoy me dicen otros amigos que al alejarse aquel ex amigo me liberó de un karma: el de soportar sus bravuconadas, su lenguaje soez, su prepotencia, su irrespeto hacia los demás, su intención de aventajar a otros pasando por encima de su dignidad… Sí, siento que así fue.
Cuando las personas no han tenido una mínima formación humanística, así será su desempeño siempre; aunque hayan coronado seis décadas de vida o más. Será inútil tratar de enderezar sus pasos –aunque se les dé buen ejemplo- puesto que su “disco duro” ya no tiene forma alguna de “formatearse”, de reprogramarse. No admiten cambio alguno. Menos cuando se han llenado de ufanía, aunque no tengan méritos; sólo aprovechamiento de oportunidades nunca trabajadas a conciencia.
Desde aquel incidente infantil, protagonizado por un hombre entrado en edad madura, pero sin madurar, gané en tranquilidad y en sosiego. Ya no tengo razones para abochornarme ante otros seres humanos, porque ya no está quien insultaba a los conductores porque sí y porque no; ya no siento vergüenza ajena por su atrevimiento y desfachatez. Quise ayudar a cambiar esa tipología de conducta pero el universo, que es muchísimo más inteligente que todos los terrícolas, decidió poner un argumento baladí en aquella testa inmadura, y lo quitó de mi campo de energía. Ahora ese campo lo tengo libre para otros menesteres.
Lo que nos ocurra debe admitirse, aunque en ocasiones nos sorprenda; y aunque sea lo que menos esperábamos. Al aceptar los hechos maduramos, crecemos, evolucionamos. Pasamos la página y avanzamos a otro terreno, donde muy seguramente otras circunstancias más halagadoras nos sorprenderán, para bien nuestro. Entonces es cuando cobra majestad la expresión de Violeta Parra, en la canción interpretada por Mercedes Sosa: ¡Gracias a la vida, que me ha dado tanto!