sábado, 24 de abril de 2010

Opiniones cargadas de metralla y dinamita


Por Jairo Cala Otero / Conferenciante


Muy de mañana leo las noticias de los periódicos, y las escucho en los noticiarios radiales. En los primeros exploro, además, el pensamiento de mis compatriotas a instancias de los foros virtuales. Allí encuentro que la agresividad es el común denominador. Mucha gente escribe presa de furia: insulta, agrede, ofende, discrepa con improperios, pero no aporta un ápice de análisis sobre los temas; hay renuncia al uso de la inteligencia, que es consustancial a todo ser humano. (Distinto es que muchos no la despierten).


Por esas ventanas de opinión libre - tan excesivamente libre que se vuelve libertinaje – se “asoman” los gamberros, los rufianes, los díscolos. Sus apuntes, amén de ser pésimamente escritos pues acusan desorden, faltas de ortografía y mala construcción gramatical, los retratan de cuerpo entero. Esa patente indica que son personas resentidas, que llevan un fardo muy pesado sobre su mente; quizás frustraciones que nunca han tenido un bálsamo de consuelo, quizás sueños embolatados, o envidias acumuladas sobre los triunfos de otros congéneres. Y, en general, un vacío abismal de educación.


Es inaudito que para opinar distinto a los demás se acuda a las palabras lacerantes y ofensivas, inclusive a los vocablos soeces; nada justifica, de modo alguno, su cabida en esos escritos emborronados. Pero está pasando todos los días. Lo más grave: ese “bombardeo” de desmesura, rustiquez y patanería, cuenta con la venia de los editores de las páginas virtuales de los periódicos de circulación nacional, y de los dos canales de televisión. No filtran los comentarios, que sería un modo de supeditar a quienes quieran intervenir a usar un lenguaje moderado, sereno, respetuoso y civilizado. Habrá quienes aleguen que eso sería coartar el derecho ciudadano a expresarse. No del todo, porque libre expresión no significa libre agresión contra los otros. ¿Entonces dónde quedan los derechos de éstos últimos, y el respeto que merecen los demás lectores?


Ese cuadro desalentador refleja, sin duda alguna, lo que nos está pasando a los colombianos: sufrimos de pésima salud mental. Nos sobrecoge un ánimo pendenciero por doquier, por cualquier razón, aún la más baladí. Desde que el Sol despunta para calentar nuestro cuerpo (parece que también la mente, pero no es su culpa) hasta que la Luna nos irradia su inspiradora luz blanquecina, nos atropellamos unos contra otros. Nos trabamos en discusiones bizantinas, nos mofamos del otro por la misma razón que también nosotros hacemos el ridículo; criticamos sin compasión alguna al prójimo, sin detenernos unos segundos a recapacitar en los mismos errores –o peores- que llevamos arrastrando por el planeta desde temprana edad; calumniamos como si se tratara de un deporte nacional en busca de reconocimiento mundial; descalificamos en forma arbitraria, pero seguramente en el subconsciente padecemos el mismo mal que los descalificados; gritamos sin cesar, como si todos los demás seres que nos rodean fuesen sordos (Hasta escribiendo se grita cuando se escriben textos enteros con mayúsculas sostenidas). ¡Esta sociedad está enferma! Más enferma –y creo no exagerar- que quienes portan fusiles en sus manos y los usan contra la sociedad. Al fin de cuentas, ese uso es eventual. En cambio, en las ciudades, donde dizque vivimos los “civilizados”, a diario disparamos los “fusiles verbales”, que hieren, y, a veces, matan las ilusiones y los sentimientos de otros; esos otros, en muchos casos son aquellos a quienes eufemísticamente llamamos “seres queridos”. ¡Qué manera de querer, por Dios!


En contraste, buscando otros perfiles para este tipo de publicaciones virtuales, encontré una página de un periódico de Filadelfia, Estados Unidos, que advierte sobre las condiciones que deben tenerse antes de publicar una opinión. Veamos:
“Decálogo del comentarista responsable de pontealdia.com:


“El derecho Constitucional nuestro y de nuestros lectores a la libre expresión es irrenunciable. No obstante, son inadmisibles los comentarios que contengan:


1. Lenguaje vulgar, obsceno u ofensivo
2. Ataques personales
3. Mensajes que inciten a la violencia
4. Textos amenazantes
5. Acusaciones sin fundamento (calumnias)
6. Retórica de odio
7. Comentarios racistas, sexistas o contra las minorías
8. Publicidad
9. Basura
10. Gritos (SÓLO MAYÚSCULAS)”.

Pero además encontré otra página que tuvo que cerrar esa ventana por donde los lectores “vomitaban” porquerías. Se trata de Talcual.com


Dice:


“Estimado lector: La restricción de los comentarios en el portal se debió a la presencia constante de mensajes anónimos que ofendían y degradaban a ciudadanos y determinadas organizaciones políticas del país. Lamentamos esta situación que sólo afecta la libre discusión de las ideas, y resulta contraria al espíritu que anima a TalCual como medio de información y de opinión. Esperamos sea de su comprensión”.


¿Qué tal? Muy distinto a lo que nos toca leer en Colombia, ¿no? Y ocurre porque, como dije antes, los editores de esas publicaciones nacionales en el ciberespacio no han regulado las opiniones de los lectores. Libertad es un asunto y es derecho inquebrantable; pero lo otro es libertinaje, es ruin y, por ende, censurable.
Mientras a las opiniones se les meta metralla y dinamita seguiremos siendo un país de agresivos y violentos, sin causa distinta que la de no comulgar con el pensamiento de los demás. Eso nos pone muy mal en términos de civilización. Sólo con educación una sociedad podrá transformar sus pilares fundamentales y encaminarse hacia su integral desarrollo.



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miércoles, 14 de abril de 2010

Mendigar: una empresa fácil con patrocinio generoso


Por: Jairo Cala Otero / Periodista - Conferenciante



Es domingo. He llegado pasado el mediodía a Girón, villa histórica de Santander. Aún no se siente la presencia del grueso de turistas, que acuden para cobijarse un rato con la mantilla de calor que campea en el área; y a recorrer aquella postal detenida mágicamente en el tiempo.


Vago por una de sus calles empedradas, la que conduce de la Basílica Menor del Señor de los Milagros (atiborrada de devotos en demanda de consuelo a sus males terrenales) hasta el puente sobre el Río de Oro, río que, en un aguacero diluviano, el 12 de febrero de 2005, se salió de madre y causó una espantosa tragedia. Esa tragedia todavía aletea, con sus vestigios de amargura y dolor, en las mentes de quienes sobreviven teniendo el firmamento por techo.


No he ido por algún motivo especial. Llevo desprevención total; voy abierto a todo y a nada, sin planificar mis pasos. Camino unos cien metros desde el templo y me introduzco en un pequeño negocio, sobre el costado izquierdo. Se ve sano en todo sentido. El ambiente es plácido. Su sobria decoración refleja el buen gusto de sus dueños.


Me siento y pido una cerveza. A los tres sorbos, encuentro, sin sospecharlo, el tema para ésta crónica: un hombre corpulento, de apariencia joven y, por sus rasgos físicos, gozoso de estupenda salud, ingresa al establecimiento. Por un instante creí que llevaba la misma intención: beber una cerveza para calmar la sed, que nace apurada por el calor de aquel principio de la tarde dominical. Me equivoco, sin embargo. El hombre, que lleva un morral viejo a la espalda, comienza un ritual: pone voz lastimera e implora, mesa por mesa, la caridad que, en términos de dinero, puedan concederle los demás visitantes del local.


Miro al administrador, un joven de unos 30 años, de cabello rubio y ojos azulados; y rápidamente regreso mi mirada al pordiosero, que ya ha recibido dos donaciones. El dueño parece decirme algo con su mirada, pero no capto el mensaje. El visitante llega a mi mesa, le soslayo su "embestida" con una negativa silente dada con mi mano izquierda. Sale del negocio y se encamina hacia el sur. El administrador vuelve a dirigirme su mirada y me pregunta si me sirve otra cerveza; parecía interesado en pretextar así para decirme: "¡Qué tal el hombrecito: lleno de salud y pidiendo limosna!".


Escuché esa frase como una queja, una queja que horas más tarde yo habría de encontrar muy justa y diciente. Trae la segunda cerveza y se retira. Como no le hago la continuidad verbal a su manifestación, se olvida del asunto; y se dedica a otros quehaceres detrás del mostrador, donde su mujer le galantea cada vez que no hay que moverse a servir más cerveza en las otras mesas. Una mezcla de buena atención al cliente con fugaces demostraciones, en público, de que ambos arden de lujuria por dentro, es lo que ofrecen.


Decido, entonces, seguir mi ronda sin plan. Pago el valor de las dos cervezas, y me voy por la misma ruta que tomó aquel mendigo. En los alrededores del malecón le veo de nuevo. Sigue en su tarea. Unos depositan monedas en sus manos; otros, ni atención le conceden. Doy dos rodeos más por aquella zona, luego de perderlo de vista. Al cabo de cinco horas, la tarde está declinando. El sol, que antes se empeñaba en mojar de sudor las ropas de los cientos de paseantes, que ya han llenado las calles empedradas de la villa, ahora languidece; ya sólo descarga un tímido haz de luz sobre el poblado, mientras en las casas y negocios empiezan a encenderse las primera bombillas.


Voy de regreso al lugar donde antes estuve; lo hago como autómata en vez de ir en sentido contrario, para encontrar el transporte. Pero ese retroceso en la ruta a la postre favorecería la concepción de este relato. No bien he traspasado el umbral del negocio donde ya estuve y ¡oh, sorpresa!: el hombre del viejo morral a la espalda está otra vez allí. Ya no pide que le eviten la "molestia" de trabajar. Ahora está parado ante un enorme enfriador, tiene una cerveza a su lado izquierdo; y está haciendo arqueo general. Cuenta con asombrosa rapidez, un promontorio de monedas, que ha arrojado desde el morral sobre el refrigerador. Mientras las organiza en rimeros, por denominación (las de 500 pesos en uno; las de 200 y las de 100 pesos, en otros) yo me siento a la única mesa que queda libre. Ya estaba resuelto por mi parte: haría de ese episodio una narración.

Es en este momento que comprendo la queja del rubio que atiende el negocio. "Ya veo, el hombrecito tiene un negocio lucrativo con la caridad cristiana", digo para mí, sin abrir los labios. A cada sorbo que doy a la botella, yo le "socorro" una mirada al "contabilista" del refrigerador. Por el hábil movimiento de sus manos para ordenar las monedas deduzco que es ducho en esa tarea. Deducción sencilla que compruebo ahora, cuando el hombre da el último sorbo a su cerveza, y dice al administrador, ya no con la voz que inspira compasión ni con la mirada triste de hace 5 horas: "¡Son $ 52.000, mono!". Luce rebosante de alegría, el milagroso de Girón le ha disipado la postura actora con que logró conmover a sus benefactores. "No rengo trabajo, soy padre de 5 niños que no han comido nada hoy; una ayudita, por favor", había dicho en su pregón, para pescar dinero. Es el pregón de muchos de sus colegas.

"¿Tanto?", dice como sorprendido -pero en broma- el muchacho dueño de la lonchería. "Si quiere cuéntela, patrón", responde el pordiosero "profesional", y se retira un par de pasos del enfriador. Está seguro, quiere impactar con el manejo de su psicología empírica. El rubio ya lo conoce. Sólo cuenta, apuntando con el dedo índice de su mano derecha, sobre cada grupo de monedas, ateniéndose a los valores que el mendigo les ha determinado.

"¡Correcto!", sentencia y se mueve hasta la caja registradora. Retorna raudo hasta aquel "menesteroso" con un billete de $ 50.000 y otro de $ 2.000, y se los entrega. Al ver el billete grande, aquel se queja: "Huy, hermano, deme más sencillo; con ese billete me mata".

Mi mente se entromete aquí, justo en este momento. "Ya quisiera yo que, diariamente, la vida me 'matara' de tal manera, sin tener que trabajar", me digo. El hombre, que tanta lástima despertó en sus donantes, que seguramente sufren ceguera mental pues no se percataron de las completas facultades físicas y psicológicas de su amparado, sale ahora del local tras haber conquistado otro propósito: que el 'mono' le cambiara aquel billetico grande por dos de veinte mil y uno de diez mil pesos.

El dueño de la lonchería, donde curiosamente nadie ha comprado nada distinto a cerveza y cigarrillos, pero se denomina lonchería, me dirige, otra vez, la palabra. Su protesta social tiene ahora más sustentación: "Así es siempre. Hoy le fue regular, y eso que es domingo. ¿Ya hizo cuentas del sueldazo que ese hijueputa se pone, al mes? Y no paga impuestos de industria y comercio; ni tiene que registrarse en la Cámara de Comercio como yo, ni tiene horario… ¿Se fijó en el tiempo que gastó recogiendo esa platica? ¡Ni siquiera lo de una jornada laboral!".

Yo, atónito, pero no extrañado porque sé que hay otros que son más descarados que el falso menesteroso de hoy; que se les tiene en gran consideración y se hacen llamar "Padres de la patria", apenas asentí a todo lo dicho, con una cabezada.

Ahora que caigo en la cuenta, me llevo una mano al bolsillo donde guardo mi dinero. Sólo me quedan dos billetes, me percato de que suman mucho menos que lo que aquel hombre se ha llevado fácilmente, y, entonces, decido marcharme. No vaya a ser que pase una vergüenza si no me alcanza mi caudal para pagar mi segundo consumo.

Ya en el transporte, cómodamente sentado, de regreso a Bucaramanga, deduzco sin mucho esfuerzo, lo que sé que también usted está pensando: la inmensa mayoría de quienes pregonan padecimientos por falta –supuesta falta- de dinero, viven muchísimo mejor que cualquier empleado de cualquiera de las empresas colombianas. Éstos sólo se ganan míseros $ 17.000 diarios, por 8 horas de laboriosidad; y no les alcanza para cubrir todas sus, cada día más crecientes, necesidades.

Mañana y todos los demás días, el pordiosero de Girón, figura emblemática de los facilistas de mi país, volverá a las calles con su pregón lastimero; un pregón actuado sobre una inexistente calamidad, que logra conmover la fibra emocionales de muchos incautos, convencidos de que son solidarios con alguien que aguanta hambre, sed, desnudez e intemperie. A lo mejor, donde sea que resida, ese tipo no tiene nadita más para comer sino huevos, pollos, pescados, panes, tortas, bizcochos, ensaladas, frutas, verduras…; y nadita más para beber sino jugos, malteadas, café, chocolate, vinos, wisky…Como en la fábula de la pobre viejecita, de Rafael Pombo.

La empresa de lo fácil, del nulo esfuerzo, está creciendo vertiginosamente; y lo seguirá haciendo mientras haya quienes la patrocinen con sus donaciones. Entretanto, en los ancianatos y guarderías el hambre, la sed y la desnudez acechan, diariamente, a sus habitantes. A ellos ni el "papá-gobierno" les socorre la mirada que merecen por sus reales condiciones de minusvalía social.