lunes, 21 de junio de 2010

El "pasaporte" para obtener un contrato con el Estado


Por Jairo Cala Otero / Conferencista – Instructor en redacción y expresión oral

Los colombianos sabemos que detrás de muchos contratos celebrados con el Estado se esconden maniobras sucias. No en todos, claro. Pero la mayoría es caldo de cultivo para la corrupción. Ese modo de prestar un servicio o ejecutar una obra por particulares, a instancias de entidades públicas, se entronizó como el culmen de la corruptela: chanchullos, entuertos, torcidos… No es nada nuevo, por supuesto. “Todos lo saben”, es la expresión común. Pero casi nadie pone al descubierto a los corrompidos. Ni a los que pagan por pecar, ni a los que pecan por pagar. Porque tan podrido de conciencia es el empleado público que recibe coima de un contrato, como el contratista que, para ganarse su adjudicación, la concede. A ambos, además de corruptos, les cabe el apelativo de apátridas, puesto que es con el dinero de los impuestos recaudados entre el pueblo que se hacen los turbios movimientos administrativos para saquear las arcas del erario.
No obstante esta perogrullada, valga hacer aquí una sinopsis del procedimiento torcido de los ilegales y saqueadores de los impuestos:
La primera diligencia (“vuelta” la llaman ellos) es conectarse con un politicastro (“Político inhábil, rastrero, mal intencionado, que actúa con fines y medios turbios”: DRAE). El aspirante al contrato le cuenta de sus aspiraciones respecto de la obra o el servicio. Él no lleva, generalmente, la impronta de una sana intención en materia de calidad; lo que importa es aprovechar los recursos económicos del Estado, aunque sea haciendo algo mediocre, de pésima calidad y duración, por unas sumas escandalosas. Aquél, el político de alma gangrenada, advierte que su “vuelta” genera honorarios (Léase “mordida”). Generalmente oscila entre el 15% y el 25% del valor total del contrato. Como el contratista aspira a exprimir al tesoro público, ese porcentaje lo incluye en el presupuesto de aquello que ejecutará (obra o servicio).

Viene, luego, la conexión del “genio” de los votos electoreros con un funcionario; generalmente es quien tiene facultades para ordenar la contratación. Éste posa de moralista, es un buen actor; simula ser puritano, pero en silencio va desarrollando el “libreto” que, en estos asuntos, ya todos conocen y se han aprendido de memoria. Cuando el contratista lo encara, tras la llamada telefónica que le ha hecho el politicastro, se muestra cerrero en el trato, al comienzo. Sólo al comienzo. Porque basta que el aspirante al contrato le manifieste su disposición de despojarse de unos “chivitos” (Léase billetes), para que se vuelva dócil, gentil, diligente, acucioso, amable, solícito; actitudes que jamás le verá “Juan Pueblo”, que es quien paga los impuestos.
Acordada la “mordida” –no inferior al 10% del valor del contrato- el servidor público, que se convierte en servidor del contratista (atiende a varios, además), se encarga de “mover los papeles”, llenar los formularios que han sido diseñados por unos técnicos “geniales” para que no haya chanchullos, y de tener al tanto de todo el proceso al contratista. Por el camino, aquél desvergonzado pide anticipo de su comisión dolosa. Debe dársele en efectivo, no quiere dejar evidencias que le puedan complicar las palpitaciones de su corazón ante cualquier órgano de “control” (Procuraduría, Personería y Contraloría), o hasta la Fiscalía General de la Nación. Curioso: los funcionarios de todos esos organismos también conocen los pasos que dan los corrompidos, pero se vuelven sordos, ciegos y mudos.
Consumado el contubernio (Entiéndase maridaje o concubinato delictivo) entre el contratista y “la flecha” –como llaman al funcionario de conciencia podrida- lo demás es picho (Léase fácil). En realidad, sí es picho, podrido, putrefacto. El contrato “se adjudica a como dé lugar, ¿entiende?” (Sic).
Y cuando está en ejecución, curiosamente, el adjudicador tiene una calamidad doméstica: enferma un hijo suyo o su mujer; “es gravísimo”, dice. O le notifican de un cobro judicial. “Pero no tengo la plata, manito. ¿Me comprende?”. Ninguna de tales argumentaciones es diferente a los anuncios que hacía el pastorcito mentiroso. El contratista se ve forzado “por compromiso moral” (?) a darle otra dosis de dinero. Y como este desembolso le produce un descuadre en sus cálculos sobre la millonaria suma que quiere ganarse, acude a la figura jurídica del reajuste de valores. Después de una eficientísima “vuelta” -otra más- que hace el “mordedor”, los papeles legales están en orden; y se produce el reajuste en el valor del jugoso contrato.
Al final de las cuentas resulta:

1. Una obra leonina, mal ejecutada, sin garantía alguna, que los “interventores” no ven. También se vuelven ciegos. ¡Qué curioso!
2. Un contratista risueño, feliz, empalagado y ahíto de haber “coronado” (Léase robado) al erario.
3. Un empleado público, ficha de un politiquero que trata de aparentar decencia y honestidad, sin lograrlo, que se ufana de haberse hecho a “un billete largo”, gracias a su sucia conducta.
4. Un culebrero electoral (le llaman político, pero no le alcanza el adjetivo) “complacido de haberte ayudado, mi doctor. Cuando vuelvas a necesitar de mis servicios, no dudes en llamarme”.
5. Un erario asaltado por algunos bandidos enquistados en las entidades públicas.
6. Unos electores ingenuos y burlados (Léase monigotes), y usados como idiotas útiles para que el politicastro siga su carrera de enriquecerse fácil e inmediatamente.
7. Unas autoridades inocuas, con funcionarios temerosos de cumplir su deber de desenmascarar a los rufianes. “Es para no meternos en problemas”, según dice su cómplice sentencia.
8. Un régimen “democrático” de papel, puesto que el pueblo no tiene arte ni parte en el control y vigilancia sobre estos saqueos al tesoro público.
Luego de conocer estos procedimientos deshonestos, que socavan la dignidad del pueblo colombiano y, de paso, nos dan una deshonrosa calificación de “Colombianos corruptos e hijueputas”, concluimos que muchos buenos ciudadanos no contratan con el Gobierno porque rehúsan manchar su conciencia con el estiércol que, silvestremente, rueda de escritorio en escritorio, en algunas instituciones públicas.
Un dinero conseguido con fraude se vuelve maldito: hoy puede hacer sonreír a quienes lo reciben, pero mañana se transfigurará en factor de ruina para ellos, sus familias y su país. Aunque, lo sabemos, éste último nada les importa.
Entonces, es preferible dormir sin sobresaltos, no que de pronto lo hagan dormir eternamente, por este tipo de asaltos. La historia colombiana ya tiene registro de funcionarios, en unos casos; y de contratistas, en otros, que hoy duermen con una lápida encima. ¡Santo cielo!




miércoles, 2 de junio de 2010


El “Doctor Comicios”, un arrasador de esperanzas
Por Jairo Cala Otero / Periodista - Conferenciante

Teodoro busca en una caneca de basura algo de comer. No encuentra sino desechos inservibles, y el hambre lo acosa sin cesar.

En una covacha, levantada sobre una colina, con el peligro de irse al abismo, Sinforosa, mujer de piel cetrina y arrugada por las angustias de cada día, se afana porque no tiene nada para cocinar y darles a sus cinco hijos, todos desnutridos y ojerosos.

Pedro, un mecánico industrial, no tiene empleo. Va todos los días a un café del centro con la esperanza de que alguien le indique dónde podrán necesitar sus servicios. Está desconsolado, casi llegando a la línea invisible, pero azotadora, del desespero. Los días pasan implacablemente, no consigue nada.

Ana Sixta, terminó su bachillerato. Quiere estudiar arquitectura, pero sus padres carecen de recursos económicos para pagar su costosa carrera. No quiere estar vagando, pero una amiga suya le aconseja que, mientras tanto, venda su órgano sexual a los hombres. Se convierte fácilmente en prostituta a domicilio, y allí se queda embolatada la arquitectura. Lo único que logra construir es una vida miserable y ruin.

Y más allá, están otros miles de colombianos, en similares circunstancias. Todos tienen un denominador común: están desarraigados de las oportunidades para su sobrevivencia digna. Apenas tienen esperanza, porque ya están perdiendo la fe. Han creído en todo, y les han creído a todos. Han escuchado discursos retóricos, llenos de anuncios: que se acabará el desempleo, que la pobreza será un pasaje en la historia de Colombia, que los colegios y universidades formarán a los mejores ciudadanos del mañana, que no habrá más niños que aguanten hambre y sed, que….que…que… ¡La maldita lista de anuncios no termina desde hace 160 años! Todos esos compatriotas saben perfectamente quiénes son los villanos que la construyeron.

Pero aún así, cada cuatro años, otra vez obnubilados por la retórica del manzanillismo de plaza pública, ellos y muchos otros, por ignorancia y debilidad de carácter, vuelven a caer en las redes del engaño, la mentira, la trampa. Corren detrás de quien ondea una banderola desteñida y maloliente, por los pútridos actos que sus representantes ha cometido por siempre en los fueros del Estado.
Les ha prometido lo inimaginable. Les ha regalado camisetas, gorras, autoadhesivos con propaganda, un pedazo de carne de res, lleno de sebo; dos papas frías y mal cocinadas; unos tragos de aguardiente para que se embrutezcan y no puedan pensar en la brutalidad que están cometiendo; les promete pagarles las facturas del agua o la luz, que están vencidas; les prometió conseguirles empleo, ¡qué dicha, por fin van a salir de la olla!; también les anunció hacerles adjudicar el cupo en el colegio para los chinos menores y el de la universidad para la muchacha que ya terminó la secundaria. ¡Qué “buena papa”, el doctor, no joda! Pero si no votan por el doctor Comicios, entonces, perderán el subsidio de la esperanza que el actual Gobierno les da. O les cerrarán las puertas de las instituciones educativas. ¡Este señor sí cambiará todo, hijuemadre!

Las filas son largas. Ya están depositando los tarjetones marcados sobre la foto y el nombre del promesero. ¡Ahora sí hay futuro! Todos creen lo mismo. Están pletóricos, seguros, más esperanzados que antes. Parecen anestesiados para la gran “operación” de cambio total. Lo que no saben es que el “cirujano” no es el más erudito. Pero ellos siguen creyendo en un cambio. Muchos fueron llevados como se llevan las reses hasta el matadero: en camiones, apilados unos con otros, soportando calor, respirando los fluidos salidos, accidental o intencionalmente, de algún ano flojo. Les cambian sus nombres, ahora los llaman “votos amarrados”. Y ellos admiten la nueva identidad.

A su nombre, sin preguntárselo porque no les importa nada, el promesero y sus caciques de 160 años sucediéndose cada cuatro años, unos a otros, el poder político del país, ya han negociado cómo manejarán las arcas del Estado. No les interesa más. Sólo el multimillonario presupuesto nacional, que se construye con el dinero de todos los honestos. Lo festinan, lo adjudican a dedo: a usted le damos tanto, a usted tanto más, a fulano le toca un pucho, a mengano le adjudicamos esto o aquello…
Los de la fila electoral lo saben, pero se hacen los pingos. Ya tienen las promesas, el aguardiente, el pedacito de carne y las dos papas… ¡Para qué más!
Luego, los atorrantes regresan por el mismo medio: en el camión de las vacas, con la misma caca en sus narices; y la misma suerte de estiércol rondando en sus días por venir. Se han tragado, otra vez, el mismo cuento desabrido de siempre. Eso sí: llevan el afiche con la cara del doctor Comicios, para ponerlo en una pared de la cocina. Servirá para recordar que el pelmazo ese les prometió rescatarlos de tanta hambre y sed que han aguantado durante tantos años.
La patria, ¡que se joda! Nada importa. Ella es “custodiada” por las minorías de vividores, pillos, sabandijas, ladrones, chanchulleros…A ellos les fue confiada, ese día en las urnas, por esa turba de malos para pensar y fáciles de engañar. Esa custodia funciona al revés: el doctor Comicios no duerme casi, está vigilante de que otros no controlen sus pecaminosos actos. Pero Comicios es más ágil que todos juntos. Se da sus mañas, y roba sin cesar. Les muestra el dedo del corazón levantado y los demás encogidos a todos los manipulados ese domingo; a esos que marcaron con delicadeza en su rostro de caco con corbata, y dejaron allí lo único que les quedaba: la esperanza.
Otros millones de colombianos no participaron para cambiar el rumbo porque el país no les importa. Durante cuatro años armaron un coro de quejosos, porque el doctor Comicios es un desastre. Ya es tarde. ¡No quisieron tomar partido para cambiar al doctor Comicios y sus tiranos!
Después, y todos los días del después, no hubo cambio para los de abajo. Esos anónimos, militantes del ejército de “demócratas” de Colombia, siguieron sintiendo hambre y sed; no tuvieron empleo; vagaron de colegio en colegio en busca de cupo para sus hijos; tuvieron que pagar nuevos impuestos para que allá arriba, don Comicios y sus secuaces, los metan a sus bolsillos, sin ninguna vergüenza. ¡Triunfó, otra vez, la corrupción; la fetidez de la politiquería y sus doctrinarios practicantes obtuvieron el apoyo de los manipulables!
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