viernes, 7 de mayo de 2010

Si una amistad se aleja, déjela ir



Por Jairo Cala Otero / Conferenciante – Consejero motivador

Las amistades nacen de repente y desaparecen también de repente. No hay convencionalismos para lo uno y lo otro. Aunque causa más sorpresa que suceda lo último.
Generalmente no estamos preparados para el rompimiento de una amistad. En verdad, para ningún rompimiento lo estamos. Por tal razón quedé perplejo frente a la reacción insólita de alguien a quien hoy puedo calificar como ex amigo. No es enemigo, naturalmente. Se alejó por su cuenta, renunció a nuestra amistad mutua, sin más argumentación valedera que su voluntad.
Es una persona que celebraba mi generosa amistad, expresaba orgullo porque yo fuese su amigo. Yo le prodigaba confianza y fortuitos favores, y le orientaba en el empleo correcto del español; le obsequiaba un trato comedido, respetuoso y caballeroso. No bajé nunca mi gallardía, ni mi intención de ayudarle a superar el gamberrismo y la soberbia que le caracterizan. Valga decir que por ellos sus semejantes de oficio lo rechazan y le manifiestan resquemores. Pero todo eso junto perdió abruptamente valor para aquel ex amigo.
Fue durante una partida de bolos, el día consagrado a San José obrero. Habíamos hecho harto ejercicio durante cinco horas consecutivas. El juego transcurría en medio de un ambiente alegre y divertido, como muchas otras veces había sucedido.
De repente –yo no lo podía creer- el hombre tiró al piso su bola y detuvo radicalmente el juego. Las órbitas de sus ojos destellaron una especie de fuego. Y echó a parlamentar con dedo acusador. Como si se hubiese despertado un león herido dentro de su ser, levantó la voz para protestar porque yo me agachaba para recoger mi bola de juego segundos antes de que él hiciera su lanzamiento. Había perdido su propio control. Yo me mantenía callado, pero al cabo de un par de minutos argüí que no había suficiente motivo para armar una batalla. ¡Pero, según insistía, era grave, enorme indelicadeza, una osadía muy censurable lo que yo hacía! Eso dijo repetidamente. Yo quedé atónito. No concebía –como no concibo todavía- que una trivialidad como aquella diera pie a semejante reacción agresiva.
Otro jugador que compartía también el mismo set reviró para hacerle notar a mi ex amigo que aquello no justificaba su enardecimiento. Pero todo fue inútil. Al contrario, terminó enganchado en una acalorada discusión con el energúmeno; y también cargó con insultos y amenazas de pérdida de la amistad. Por último, el “león” se marchó atropelladamente del lugar de juego, no sin antes enrostrarnos la bebida que había aportado en el pasado, por su propia voluntad, no porque nadie se lo impusiera.
Como cuando un niño se enfada, toma el balón que ha prestado para el juego y se va furioso, el ex amigo se marchó encolerizado, casi echaba chispas. Parecía llevar a Satanás como conductor, pues supimos después que se subió a su carro y manejó como si tuviera la intención de matarse o de matar a quien se le atravesara. Había muerto así, repentinamente, una amistad. Aunque la causa fue la más absurda que yo haya conocido.
¿Para qué cuento este pasaje? Para indicar que estoy agradecido con la vida. Aquel episodio debía suceder ese día. Porque no hay casualidades, sino causalidades. Todo viene a nosotros en el momento en que debe llegar; no antes, ni después. Ese día terminó ese ciclo, me proporcionó una lección (la de aprender a escoger mis amistades, quizás) y me facilitó la capacidad de reflexionar acerca de que no se le debe hacer oposición a nada que nos llegue de repente. Es una forma que tiene el universo de enseñarnos cómo evolucionar.
Hoy me dicen otros amigos que al alejarse aquel ex amigo me liberó de un karma: el de soportar sus bravuconadas, su lenguaje soez, su prepotencia, su irrespeto hacia los demás, su intención de aventajar a otros pasando por encima de su dignidad… Sí, siento que así fue.
Cuando las personas no han tenido una mínima formación humanística, así será su desempeño siempre; aunque hayan coronado seis décadas de vida o más. Será inútil tratar de enderezar sus pasos –aunque se les dé buen ejemplo- puesto que su “disco duro” ya no tiene forma alguna de “formatearse”, de reprogramarse. No admiten cambio alguno. Menos cuando se han llenado de ufanía, aunque no tengan méritos; sólo aprovechamiento de oportunidades nunca trabajadas a conciencia.
Desde aquel incidente infantil, protagonizado por un hombre entrado en edad madura, pero sin madurar, gané en tranquilidad y en sosiego. Ya no tengo razones para abochornarme ante otros seres humanos, porque ya no está quien insultaba a los conductores porque sí y porque no; ya no siento vergüenza ajena por su atrevimiento y desfachatez. Quise ayudar a cambiar esa tipología de conducta pero el universo, que es muchísimo más inteligente que todos los terrícolas, decidió poner un argumento baladí en aquella testa inmadura, y lo quitó de mi campo de energía. Ahora ese campo lo tengo libre para otros menesteres.
Lo que nos ocurra debe admitirse, aunque en ocasiones nos sorprenda; y aunque sea lo que menos esperábamos. Al aceptar los hechos maduramos, crecemos, evolucionamos. Pasamos la página y avanzamos a otro terreno, donde muy seguramente otras circunstancias más halagadoras nos sorprenderán, para bien nuestro. Entonces es cuando cobra majestad la expresión de Violeta Parra, en la canción interpretada por Mercedes Sosa: ¡Gracias a la vida, que me ha dado tanto!